Conocimiento, destrucción y regeneración en «Sobre héroes y tumbas», de Ernesto Sabato.

Sobre héroes y tumbas (www.librosgratis.org)

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En Sobre héroes y tumbas (1961), del argentino Ernesto Sabato, se entreveran diferentes historias, narradores y puntos de vista en una organización compleja. El propósito de este trabajo es describir esta estructura interna, de modo que los distintos elementos de la novela adquieran algo de coherencia.

A mi juicio, el tema principal de Sobre héroes y tumbas es el anhelo de regeneración del alma humana, tras haber conocido el mal absoluto. El núcleo central se halla en el «Informe sobre ciegos», alegoría de la búsqueda del mal absoluto por Fernando Olmos. Este es el personaje central de la novela, el que determina la vida de los demás con su perseverante afán de alcanzar la perfección en la infamia.

Así pues, las tramas narrativas de Fernando, Martín y Lavalle presentan la misma estructura interna. Los tres anhelan penetrar en un mundo desconocido y peligroso que les destruirá física o moralmente; en los tres, el mal acaba siendo purificado de distintas maneras, como veremos. Es posible afirmar, por tanto, que la estructura interna de la novela responde al ciclo conocimiento – destrucción – regeneración. Subyace aquí el pensamiento filosófico de Schopenhauer, para quien la verdad y el conocimiento son fuente de infelicidad. Así nos lo comunica el personaje de Bruno (para todas las citas sigo la edición de Seix Barral):

[…] Bruno respondió que la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción. (Página 171)

[…] la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación. (Página 200)

En primer lugar, voy a comparar el desarrollo de este ciclo en Martín y Lavalle. Las concomitancias entre ambos están acentuadas  por la estructura externa de la narración, sobre todo en el último capítulo, en el que se intercalan fragmentos de ambas narraciones.  A continuación, me ocuparé del caso de Fernando Olmos, cuya estructura externa es independiente de los demás, al comprender la tercera parte y fragmentos de la cuarta.

MARTÍN DEL CASTILLO Y LAVALLE

Al principio de la novela, Martín del Castillo es un adolescente en crisis de indentidad que se enamora de la enigmática Alejandra, hija de una antigua familia bonaerense. Martín anhela con fervor penetrar en la intimidad de la joven, aún a sabiendas de que las consecuencias pueden ser devastadoras. En el primer capítulo de la novela, Martín describe sus sensaciones cuando ve a Alejandra por primera vez:

(Martín) […] sintió miedo y fascinación; miedo de darse la vuelta y un fascinante deseo de hacerlo. Recordó que una vez, en la quebrada de Humahuaca, al borde de la Garganta del Diablo, mientras contemplaba a sus pies el abismo negro, una fuerza irresistible lo empujó de pronto a saltar hacia el otro lado. Y en ese momento le pasaba algo parecido (páginas 15 y 16)

Así empieza la fase de conocimiento para este personaje. Martín es consciente del peligro que supone adentrarse en los secretos de Alejandra, pero el deseo de encontrar su indentidad le empuja a saber, a excavar en lo desconocido.

Lavalle, general del ejército unitario durante las guerras civiles argentinas, se halla, como Martín, en plena búsqueda de identidad, en este caso la identidad nacional. Como Martín, se adentra en lo desconocido, movido por la lealtad y por un ideal patriótico inquebrantable:

Y entonces lo volví a ver al pobre Lavalle, adentrándose en el territorio silencioso y hostil de la provincia. (páginas 187 y 188)

Nuestro deber es defender a nuestros amigos de estas provincias. […] Debemos ser los últimos en dejar el territorio de la patria. (página 450)

Esta identificación entre Alejandra y la patria argentina aparece con claridad en el capítulo XIV de la segunda parte:

Y de pronto parecía como si ella fuera la patria, no aquella mujer hermosa pero convencional de los grabados simbólicos.

En aquella contradictoria y viviente conclusión de la historia argentina, parecía sintetizarse, ante sus ojos, todo lo que había de caótico y e encontrado, de endemoniado y desgarrado, de equívoco y de opaco. (página 187)

Para Martín, el resultado de esta actitud es el dolor que le causa la existencia de otros amantes, el horror ante las relaciones incestuosas y la devastación  inefable por la muerte de la chica. Empieza así la fase de destrucción, al principio de la cuarta parte. Deambula por Buenos Aires, se emborracha, piensa en el suicidio, entra en la casa incendiada… Leemos en este momento:

El muchacho, destruido, apoyó su cuerpo sobre la pared y así se mantuvo durante muchísimo tiempo. (página 447)

En su reencuentro con Bordenave, que mantuvo relaciones con Alejandra, Martín se siente

[…] como si le extrajesen el corazón y se lo machacaran contra el suelo con una piedra; o como si se lo arrancaran con un cuchillo mellado y luego se lo desgarraran con las uñas. (página 453)

Tal vez Martín llega a lo más bajo de su existencia en el momento en el que Bordenave le hace escuchar una grabación de su ayuntamiento carnal con Alejandra:

[…] tuvo que oir palabras y gritos, y también gemidos, en una aterradora, tenebrosa e inmunda mezcla. […] el aire helado y la llovizna lo despertaron por fin de aquel hediondo infierno a una frígida muerte. Y empezó a deambular lentamente, como un cuerpo sin alma y sin piel, caminando sobre pedazos de vidrio y empujado por una multitud implacable. (página 454)

En el caso de Lavalle, la fase de destrucción está representada por su muerte en combate y la putrefacción de su cadáver durante el viaje al norte. La descomposición física de Lavalle refleja la decadencia moral de Martín en el capítulo VI, a la que nos hemos referido más arriba.

Su miserable vagar entre cafetines, prostitutas y alcohol acaba en el encuentro con Hortensia. Este episodio es importante, puesto que Martín le regala el anillo de su abuela, símbolo del abandono de su pasado. El joven está así preparado para iniciar el viaje hacia el sur, el viaje hacia su regeneración y su identidad. El valor simbólico del sur se manifiesta en las siguientes palabras:

[…] hacia el sur, en aquella ruta tres que terminaba en la punta del mundo, allá, donde Martín imaginaba todo blanco y helado, aquella punta que se inclinaba hacia la antártida, barrida por los vientos patagónicos, inhóspita pero limpia y pura. (página 468)

El cielo era purísimo, el frío intenso. Martín observaba las llamas. (página 471)

Blanco, puro, limpio, fuego, símbolos de la regeneración de la vida. Todo anuncia lo que Martín siente en las últimas líneas de la novela:

Y entonces Martín, contemplando la silueta gigantesca del camionero contra aquel cielo estrellado; mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada. (página 476)

El valor purificador del viaje hacia el sur también aparece en el caso de Lavalle. Mientras su cadáver es trasladado hacia Bolivia, hacia el norte, el coronel Pedernera ordena descarnarlo para evitar el hedor insoportable que desprende. En el último capítulo leemos:

la carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?) (página 476).

Sabato se muestra pesimista en cuanto a la identidad nacional anhelada por Lavalle. Tras comenzar la novela con una reveladora premonición:

Martín levantó un trozo de diario abandonado, un trozo en forma de país: un país inexistente, pero posible. (página 14)

termina la historia del general con una consideración desoladora acerca los idealizados mitos fundadores: tras la admiración del indio por la montura y el uniforme del militar, el narrador exclama con amargura:

¡Pobre indio, si el general era un rotoso paisano, […] ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de granadero ni morrión ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables! (página 476)

Sobre la posibilidad de ese país inexistente que se adivina en el diario que Martín recoge en el parque, concluye:

Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente… (página 476)

FERNANDO OLMOS Y EL «INFORME SOBRE CIEGOS»

Como hemos afirmado, el proceso conocimiento – destrucción – regeneración también se observa en el personaje de Fernando Olmos. El afán de conocimiento es el motor del «Informe sobre ciegos», una exploración de los límites del mal en el alma humana. Él mismo se define como «un investigador del mal» en el capítulo XIII del informe. Este conocimiento le proporciona una visión desencantada y áspera de la humanidad, como se nota en esta reflexión acerca de su relación con Norma:

Me considero un canalla y no tengo el menor respeto por mi persona. Soy un individuo que ha profundizado en su propia conciencia ¿y quién que ahonde en los pliegues de su conciencia puede respetarse? (Página 292)

O, poco después, en el excusado de la Antigua Perla del Once:

Como en las páginas policiales, ahí parecía revelarse la verdad última de la raza.

«El amor y los excrementos», pensé.

Y mientras me abrochaba, también pensé: «Damas y caballeros». (Página 307)

Bajo este punto de vista, podemos descifrar los símbolos que abundan en esta hermética parte del libro: los ciegos, el descenso a las cloacas del Buenos Aires, la extática cópula que culmina su búsqueda. Todo esto conforma el camino hacia el conocimiento tal como lo ve el «paranoico» Olmos. Sin embargo, detrás de esta visión enfermiza de la realidad, adivinamos los verdaderos modos del personaje. Olmos llega al mal absoluto ejercitando el mal: engaña a una adolescente, cuya fortuna familiar malgasta, humilla a la bienintencionada Norma, recuerda complaciente el horripilante suceso de la mucama y el gallego en el ascensor, observa y perpetra aberraciones carnales de índole abyecta con sujetos indefensos como la mujer ciega o su propia hija.

Es así, por tanto, como Fernando Olmos logra convertirse en la expresión pura del mal. Para él no hay regeneración posible, al contrario que en Martín y en Lavalle. La única purificación posible es la eliminación del mal, su destrucción absoluta, esto es, la muerte del personaje. Pero en la muerte de Fernando no debe haber esperanza de resurrección en otras formas de vida, como ocurre con Lavalle. Por esta razón, Alejandra no se suicida con las dos balas restantes, sino que prende fuego a la casa. El fuego depurador es el único elemento capaz de destruir el mal que Olmos ha causado en los demás, sobre todo en su hija. Nótese el contraste entre los valores simbólicos del agua en la muerte de Lavalle y el fuego en la de Fernando Olmos.

Hemos visto, pues, cómo cada una de las fases del ciclo conocimiento – destrucción – regeneración aparece en los personajes de Martín, Lavalle y Fernando Olmos. He afirmado más arriba que este proceso es fundamental en la estructura interna de Sobre héroes y tumbas. Creo que así lo corroboran las citas referidas a Martín: el ansia de conocimiento se expone en el primer capítulo, la purificación en los últimos párrafos de la obra, así como la importancia central del «Informe sobre ciegos». Bajo mi punto de vista, esta estructura aporta coherencia y profundidad a la meditación sobre la naturaleza humana que constituye esta novela: el ser humano puede albergar esperanzas de felicidad aún después de haber caído en lo más envilecedor que se pueda imaginar. Si a esto añadimos las encontradas reflexiones sobre la patria, su origen y su incierto futuro creo que quedan justificados los juicios que la describen como la gran novela argentina del siglo XX.

El barrio de Belgrano, en Buenos Aires (www.en.wikipedia.org)

El barrio de Belgrano, en Buenos Aires (www.en.wikipedia.org)

El individuo como fundamento de la dignidad: acerca de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Alexandr Solzhenitsyn.

Enrique Fernández Vernet ha recibido el premio “Literatura Rusa en España”, que concede la fundación Boris Yeltsin, por su traducción de Un día en la vida de Iván Denísovich. Felicitamos al premiado por su excelente versión de la novela de  Alexandr Solzhenitsyn y aprovechamos la noticia para recordar el comentario presentado aquí en su día.

***

Un día en la vida de Iván Denísovich es el relato sobrecogedor de las condiciones de vida en un campo penitenciario soviético, en el que Iván Denísovich Shújov cumple una condena de 10 años acusado injustamente de espionaje. El propio Solzhenitsyn pasó ocho años en prisiones como esta por referirse a Stalin de manera poco respetuosa en su correspondencia con un compañero de escuela. De hecho, tuvo la idea de escribir este libro en el campo especial de Ekibastuz, en el invierno de 1950 – 1951. Después fue enviado a un ”exilio vitalicio” en la Repúbica Socialista Soviética del Kazakh.

solzhenitsyn visionforum.com
Un rostro tallado en piedra oscura (www.visionforum.com)

En su autobiografía, el autor confiesa que durante años estuvo convencido de que nunca publicaría sus obras, y que tenía miedo de permitir a los amigos más cercanos su lectura. En 1961, por fin, decidió dar a conocer Un día en la vida de Iván Denísovich. No sólo no sufrió las represalias que se temía, sino que consiguió que Aleksandr Tvardovsky, editor de Novy Mir, publicara la novela un año más tarde.

El revuelo que se produjo fue de pronóstico, puesto que nunca antes se había permitido la difusión de un texto crítico con la represión estalinista. Con el paso del tiempo, la obra superó el contexto sórdido del Gulag y su influencia llegó hasta Europa occidental, donde abrió los ojos a numerosos intelectuales que habían justificado o silenciado los crímenes de la utopía socialista. Así pues, es preciso tener en cuenta este carácter seminal en la denuncia para comprender el justo valor de la novela.

A mi juicio, el tema principal es el conflicto entre la aniquilación del individuo que prentende la dictadura y la lucha del hombre por mantener su dignidad. La dictadura socialista basa su fuerza en la negación del individuo, puesto que la persona que se difumina física y moralmente en la masa deja de ser un peligro para el poder. Para conseguir este fin, dispone de dos instrumentos: la represión militar y la educación igualitaria. De esta manera, la persona que conserva la lucidez entre la masa que abraza sus cadenas (un rasgo de individualidad) calla por miedo a la cárcel, la tortura y la muerte.

La lectura nos revela que la represión militar no consiste sólamente en la intimidación, el asesinato y el encierro en condiciones inhumanas. Como se pretende demostrar en este trabajo, las autoridades de la prisión buscan eliminar al individuo y convertirle en un miembro más del manso rebaño mediante sus decisiones, sus normas y el trato que le dispensan. Estos procedimientos se pueden resumir en uno, que es despojar al ser humano de todo lo que le convierte en un individuo libre: la responsabilidad, la confianza en los demás y en las instituciones, el ejercicio de un código ético propio y la propiedad privada.

Así pues, la dictadura socialista busca ir más allá del encierro físico para controlar al individuo desde su propia mente. Para la tiranía, un  prisionero lúcido es más peligroso que un ciudadano físicamente libre pero aborregado en lo intelectual. Este es, tal vez, el enlace más íntimo entre Un día en la vida de Iván Denísovich y 1984. En la novela de Orwell, Winston Smith pasa de ser un hombre libre (el último hombre en saborear café auténtico, chocolate, vino; el último hombre en ser consciente de que la dictadura miente, de que muchos lo saben, pero nadie se atreve a actuar: El último hombre en Europa) a convertirse en su propio Gran Hermano, puesto que está tan sometido a la adoración del líder como los demás, y no necesita que le vigilen.

A continuación, vamos a analizar con más detalles cómo las autoridades soviéticas prentenden hacer de los prisioneros del campo unos seres sin voluntad ni capacidad de rebeldía.

La responsabilidad

El individuo se construye sobre la responsabilidad de sus actos, que son los que permiten medir su catadura moral. Por tanto, sin responsabilidad personal no hay bien ni mal, libertad ni individuo, sino ciudadanos infantiles, lanares, que no son ninguna amenaza para el poder. Veamos como ejemplo estas citas[1]:

[…] los reclusos no tenían derecho a reloj, ya llevaban la hora por ellos los mandos. (página 44)

El jefe de brigada lo es todo en el campo: uno bueno es media vida, pero uno que no valga te manda al otro barrio. (70)

Durante una época, el comandante había dado orden de que ningún preso de desplazara solo dentro del campo y que siempre que se pudiera las brigadas marcharan en formación. Y cuando no fuera posible llevar a toda una brigada, como para ir a la enfermería o a las letrinas, había que formar grupos de cuatro o cinco y nombrar a un responsable que los condujera formados, esperara a que acabaran y volviera a traerlos también en filas. (176)

El narrador enumera a continuación las situaciones cotidianas en las que es imposible aplicar estas ley, como acudir al almacén de provisiones, a la sección cultural o pasearse entre los barracones. El comentario que esto le suscita es significativo:

Con aquella orden, el comandante había querido arrancar a los reclusos su última voluntad, pero le había salido el tiro por la culata, al gordinflón. (177)

Prisioneros gulag lasegundaguerra.com
Prisioneros del Gulag (www.lasegundaguerra.com)

Los presos se hallan completamente sujetos a decisiones ajenas sobre su comida, su ropa, su trabajo. Sin embargo, frente a esta alienación del individuo algunos personajes oponen su deseo vehemente de sentirse hombres, esto es, personas independientes con valor propio y capacidad de decidir. Bajo este punto de vista se justifica la larga escena en la que Shújov, Kildigs, Klevshin y el jefe de brigada Tiurin levantan una pared. Pocas cosas habrá tan inútiles como un muro en mitad de la estepa siberiana, pero estos hombres mal alimentados, mal vestidos y dirigidos por unos incompetentes aplican su oficio con celo a pesar de los veintisiete grados bajo cero:

Quien hubiera levantado esa parte del muro no conocía el oficio o era un chapucero. Ahora Shújov se familiarizaba con ese muro como si fuera suyo. (127).

A unos les faltaba una esquina, otros tenían el canto mellado o habían quedado con una rebaba. Shújov lo advertía enseguida y veía también qué lado pedía cada ladrillo y cuál era su sitio en la pared. (130)

Ahora que habían comenzado la quinta hilera había que dejarla terminada. Y nivelada. (139).

Para él cada cosa y cada trabajo tenían su valor y no podían desperdiciarse. (144).

¡Menuda vista, lo mismo que un nivel de agua! ¡Todo recto! Aún tenía la mano firme. (145).

Durante la construcción, los presos recuperan el control de sus actos y son capaces de demostrar cuál es su valía personal. En otras palabras, vuelven a ser individuos. No es casual, por tanto, que se produzcan en este momento situaciones impensables en la vida diaria del campo. Por ejemplo, cuando el cobarde e inútil Der llegar para quejarse, el jefe de brigada le amenaza:

– ¡Ya se acabaron los tiempos en los que podíais echarnos condenas, piojos!¡Una sola palabra, sanguijuela, y no vivirás para contarlo! ¡Que no se te olvide! (136)

Se comprueba en este momento que el hombre que ejerce su responsabilidad recupera su condición de individuo y se convierte en un peligro para el represor. En la prisión, todas las decisiones se toman lejos, por lo que los errores son siempre culpa de alguien ausente. Por tanto, este desastre que mantiene las obras paralizadas no es sólo el resultado de la planificación socialista, sino un medio deliberado para borrar en el individuo el sentido de la responsabilidad y la amenaza al poder que su ejercicio conlleva.

La confianza

La confianza en las instituciones y en los demás es un pilar en la construcción del individuo libre. No extraña, por tanto, que la desconfianza sea uno de los principios que rige la vida en el campo. El hambre y la escasez empujan a los presos a robarse unos a otros comida, material de trabajo o tabaco. Por tanto, los individuos no sólo están presos por la autoridad comunista y por los soldados, sino que cada uno está preso de sus compañeros y obligado a desconfiar:

¿Quién es el principal enemigo del preso? Pues otro preso. Si los reclusos no se pelearan entre sí, los mandos no tendrían ningún poder sobre ellos. (164)

En esta situación, el individuo no puede establecer lazos con los compañeros, lazos que serían naturales en otras situaciones y que en la prisión serían peligrosos para las autoridades:

Además, de Fetiúkov se podía esperar que le hubiera birlado alguna patata mientras le guardaba la comida. (38)

Así es la vida del recluso. Shújov ya estaba acostumbrado: siempre con los ojos bien abiertos para que nadie se te eche al cuello. (55)

No eran presos del montón sino enchufados bien instalados en el campo. Cerdos redomados que no salían jamás del recinto. Para los trabajas eran menos que mierda (y ellos les tenían un aprecio recíproco). Carecía de sentido reñir con ellos. Los enchufados estaban todos conchabados entre sí y eran carne y uña con los guardianes. (174)

Volvemos a encontrar aquí un punto de unión con 1984. En la distopía orwelliana, las personas viven con el terror de ser delatadas por un vecino e, incluso, por sus propios hijos. Por otro lado, la policía del pensamiento consigue que las personas se vigilen a sí mismas y que, como en el caso de Parsons, acaben delatándose a las autoridades si notan que su compromiso con la autoridad flaquea.

Otra manifestación de la desconfianza como menoscabo de lo más íntimo del hombre es la incertidumbre ante la ley. En el campo de prisioneros la ley es flexible, esto es, sólo se cumplen las normas que facilitan la vida al de arriba. Cuando Shújov acude a la enfermería, le dicen que no pueden darle de baja, aunque esté enfermo de verdad:

– […] La lista de enfermos ya está en planificación.

[…] De todos modos, sólo estaba facultado para dispensar como máximo a dos hombres cada mañana y ya había dos exentos. (43)

Esto contrasta con la búsqueda de prendas no permitidas que se describe en la página 59. Cuando Buinovski se enfrenta a los soldados y grita:

-¡No tenéis ningún derecho a hacer desnudar a la gente con este frío! ¡No conocéis el artículo noveno del Código Penal!

una voz narrativa sarcástica, la voz de un veterano, le responde:

Derecho sí tienen. Y el artículo lo conocen. Eres tú el que no se entera todavía, chaval.

Al soliviantado Buinovski le caen diez días de arresto, sin más justificación que el límite de la paciencia de Volkovoi. Esta escena desvela el que, tal vez, sea el atropello más descorazonador de los que sufren los presos, cuyas penas son siempre de diez o veinticinco años, se aplican en bloque y se prorrogan sin motivos ni aviso. Semejante comportamiento implica la destrucción de un principio fundamental para la existencia de una sociedad libre: la ley ha de ser previsible e igual para todos las personas. En el campo penitenciario, sólo las condenas son las mismas, metáfora de la equivocada concepción de la igualdad en las ideologías de izquierda: igualdad de resultados mediante la ley, en lugar de igualdad de posibilidades y ante la ley.

En el pasado de Shújov se acumulan injusticias de este jaez. Basta recordar la ausencia de investigación sobre su supuesto delito y de juicio posterior:

[…] De haber sido listos hubieran dicho que habían estado dando tumbos por los bosques, y no les habría pasado nada. Pero en cambio dijeron francamente que habían escapado de los alemanes. ¿Conque prisioneros? ¡Me cago en vuestra madre! ¡Espías fascistas, eso es lo que sois! Y los encerraron. Si hubieran estado los cinco, tal vez habrían cotejado sus declaraciones y les habrían dado crédito; pero siendo dos… ¡no había nada que hacer! ¡Los muy canallas se habían inventado esa historia de la fuga! (98)

En cada brigada había al menos cinco espías, pero eran de mentirijillas, imaginarios. En los sumarios constaban como espías, pero no eran más que simples prisioneros de guerra. Shújov era uno. (152)

La historia de Tiurin presenta un caso parecido. Los mismos superiores que le expulsaron del ejército por ser hijo de un campesino deportado fueron fusilados con posterioridad. Si personas que sirven en la jerarquía están sometidas al capricho represor del poder, nadie puede vivir con la tranquilidad necesaria.

En concordancia con esta idea, la autoridad es arbitraria en todas sus decisiones. En el reparto de pan, el prisionero se espera que le roben parte de lo que le corresponde:

¡Vasil Fiódorich! Me la han pegado en el reparto, ¡los muy canallas! Tenía cuatro pares de novecientos gramos, y ahora sólo hay tres. ¿A quién vamos a dejar ahora sin (sic)? (27)

[…] siendo honrado con el peso no durabas mucho en el despacho del pan. A cada ración le sisaban algo, la cuestión era saber cuánto. Así que la examinabas dos veces al día para apaciguar tu conciencia. Quizás hoy no me hayan escamoteado tan descaradamente. Quizás esté casi entera… (48).

Por otro lado, los presos nunca saben cómo va a reaccionar un soldado:

No era cuestión de quedarse en Babia, había que procurar que jamás un vigilante te pillara a ti solo, siempre había que ir en grupo. Vete a saber si andaba buscando a alguien para un trabajo o para descargar su mal humor. (41)

Por supuesto, la autoridad es también corrupta en todos sus niveles. Por ejemplo, la ración de comida depende del soborno que ha recibido el que reparte.

Un jefe de brigada necesita mucho tocino. Para los de planificación y para llenarse la propia panza. (52)

Valgan como ejemplo los paquetes que recibe César, vecino de catre de Shújov. Le sirven tanto para comer como para comprar un trato de favor por parte de soldados, médicos, etc.

Por último, en lo que respecta a la confianza, leamos el pasaje que describe el funcionamiento del comedor. Es relevante porque compendia los comportamientos inicuos de las autoridades.

Sonó una sirena. Los jefes de brigada llegaban uno tras otro y el cocinero les pasaba las escudillas por una ventanilla. El fondo de las escudillas estaba cubierto de gachas. Cuánto de ese cereal era tuyo, no lo ibas a saber ni reclamar jamás. Si abrías el pico, te lo cerraban a bastonazos.

El viento sopla sobre la estepa desnuda…; seco en verano, helado en invierno. Aquí nunca ha crecido nada, menos aún entre cuatro alambradas. Las hogazas salen todas del despacho del pan, y la avena no brota sino en la despensa. Por mucho que arrastres el espinazo o que arrastres el vientre por el suelo, no vas a sacarle a esta tierra nada de comer. No vas a tener más de lo que te quieran dar los mandos. Y ni siquiera eso, pues primero vienen los cocineros, luego los recaderos y después los enchufados. Roban aquí, roban en la obra y, aun antes, en el almacén. Y ninguno de los que roban pega ni golpe. ¡Y tú, en cambio, a trabajar y a comer lo que te den! Y quítate de la ventanilla.

El pez grande se come al chico. (103)

Nótese, además, el parecido entre la cantina penitenciaria y el comedor del Miniver en 1984: la misma sopa insustancial, la misma hambre constante.

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La portada de nuestra edición (www.dolphin.blogia.com)

El ejercicio de un código ético propio

Una de las consecuencias de lo analizado en la sección anterior es la renuncia por parte de los reclusos a un código personal de comportamiento. La ley no fomenta el bien ni protege a quien lo hace, por lo que personas que nunca delinquirían en una situación normal roban y matan empujados por las brutales circunstancias.

No obstante, destaca a este respecto el esfuerzo de Shújov por seguir siendo un hombre digno en semejantes condiciones. Es uno de los rasgos de grandeza de este personaje, dignidad comparable a la de Winston Smith en su modesto pero admirable desafío a la dictadura. Veamos algunos intentos del cautivo siberiano por mantener su código ético:

Y Shújov, que ya llevaba cuarenta años en el mundo, que había perdido media dentadura y empezaba a quedarse calvo, jamás había sobornado ni aceptado dinero. (68 y 69)

Shújov tenía mucha prisa, pero respondió con respeto. (47 y 48)

Al tener ahora la vista desocupada miró de reojo las escudillas de los demás. En la del preso a su izquierda no había más que agua. ¡Los muy canallas! ¿Cómo podía un preso hacerle eso a otro? (187)

Aun después de ocho años de trabajos comunes no se había convertido en un chacal, y cuanto más tiempo pasaba más resuelto estaba a no serlo. (195)

Shújov se tumbó nuevamente de espaldas, arrojando la ceniza con cuidado por detrás de la cabeza, entre la litera y la ventana, para no quemarle las cosas al capitán. (214)

Incluso ciertos detalles cotidianos se convierten en heroicidades:

Por más frío que hiciese, Shújov no se permitía comer con gorro. (38)

Cabe comentar, por otra parte, que esta actitud carece de osamenta religiosa, como se comprueba en sus burlas ante la esperanza religiosa de los baptistas en la conversación que mantienen al acostarse (página 211 y siguientes).

Es menester reconocer, sin embargo, que Shújov no es un héroe monolítico. El hambre le aleja, en ocasiones, de su código de conducta, cuando se arrastra ante César para recibir una ración extra o unas hebras de tabaco, o cuando abusa de un preso más débil para llevarse la bandeja, por ejemplo. Son, sin duda, los momentos más desencantados de la novela, mas no es reprobación lo que suscita el protagonista, sino compasión.

Como vemos, el atribulado Shújov flaquea en algunos momentos, pero el ideal ético como esencia del individuo permanece en el personaje de Y-81, “un anciano de gran estatura” que Shújov observa en la cantina. La magnitud de este personaje no está en su esperanza de recobrar, algún día, la libertad, sino en su lucha por mantener la dignidad entre la miseria y la cobardía de los presos. Su condena es una abitrariedad de la dictadura, su liberación depende del albur de un burócrata a miles de kilómetros… En definitiva, sabe desde hace años que va a morir en el campo, mas no renuncia a ser la persona que siempre ha sido. Para él, lo más fácil sería abandonar sus principios, convertirse en un rufián despreciable, pero esto sería rendirse ante el poder injusto que le mantiene encerrado. En el bellísimo pasaje que lo retrata, nos conmueve la admirable, a la par que atribulada sencillez de un hombre heroicamente corriente:

Ahora Shújov tenía ocasión de verle de cerca. Entre todas las espaldas encorvadas de los presos, la suya era la única erguida, tanto que visto tras la mesa daba la impresión de que había puesto algo en el banco para sentarse encima. Hacía ya tiempo que no le rapaban la cabeza: con la buena vida había perdido todo el cabello. Los ojos del anciano no vagaban por el comedor, sino que miraban absortos, sin ver siquiera, por encima de la cabeza de Shújov. Comía serenamente su sopa aguada con una destartalada cuchara de madera, sin inclinar la cabeza sobre la escudilla, como hacían todos, sino llevándose la cuchara a la boca. No le quedaban dientes, ni arriba ni abajo; en su lugar, masticaba el pan con sus endurecidas encías. Tenía el rostro completamente ajado, pero no estaba demacrado como el de los lisiados consumidos, sino que parecía tallado en piedra oscura. Sus grandes manos, negruzcas y agrietadas, dejaban claro que en todos estos años poco había holgado como enchufado. Pero no le habían doblegado, no claudicaba: no ponía sus trescientos gramos de pan sobre la mesa sucia y pringosa como los demás, sino sobre un pequeño paño requetelavado. (189)

En este párrafo extraordinario, cada frase nos transmite la dignidad férrea de Y-81: él no es como los demás, es más alto, su espalda es la única erguida, su vista se eleva sobre los otros presos, no se inclina para comer la sopa, no le quedan dientes pero sigue masticando, su rostro no está demacrado, nunca ha sido un vago, cuida la higiene panal; todo esto se concentra en la que es, a mi parecer, la frase constitutiva de la novela: “Pero no le habían doblegado, no claudicaba”. Esta tenacidad es el verdadero motor de la novela. Al describir a Y-81, Solzhenitsyn confiesa que su única esperanza contra la tiranía reside en el hombre que no renuncia a su individualidad: mientras Y-81 siga conduciéndose de esta manera, la dictadura no habrá vencido.

Nótese, por otro lado, el contraste entre el anciano asendereado y Klevshin:

Senka Klevshin era un pobre hombre. Se le había perforado el tímpano en el 41. Cayó prisionero, se evadió tres veces, volvieron a pillarle y lo metieron en Buchenwald, donde escapó a la muerte de milagro. Ahora cumplía su condena resignadamente. El que planta cara, se deja la piel, solía decir. (página 77)

He aquí un hombre que sí se ha rendido, uno de esos con la espalda encorvada, de los que se inclinan para comer su sopa y de los que dejan su pan encima de la mugre adherida a su mesa. Su sordera simboliza la dignidad perdida. Klevshin es, en resumen, “un pobre  hombre”.

La propiedad privada

Como afirma Carl Menger, la propiedad privada es inherente al individuo. No es un derecho adquirido, sino una libertad esencial sin la cual el individuo no existiría. Esto lo sabe muy bien el comunismo y, por esta razón, lo primero que hacen al tocar poder es eliminarla. Este principio se aplica hasta el límite en la prisión: cualquier elemento que distinga al individuo debe desaparecer. Así pues, el mismo atentado contra el individuo que hemos visto en las secciones precedentes se perpetra contra la propiedad de la persona. Por ejemplo, los encargados del correo pisotean lo privado con un donaire irritante:

Guardaban cola con zurrones y bolsas. Detrás de la puerta – el propio Shújov jamás había tenido paquete en aquel campo, pero lo sabía de oídas – te abrían la caja con una hachuela y el vigilante lo sacaba todo para examinarlo. Cortan, parten, vacían y manosean. Todo lo que sea líquido, en botellas o en tarros, lo abren y te lo vierten, en tus propias manos o en una toalla, pero el envase no te lo puedes quedar, por alguna razón les da miedo. Si hay alguna tarta o dulces que se salgan de lo corriente, o bien embutido o pescado ahumado, el vigilante le pega un bocado sin más contemplaciones. (Tú protesta, y verás como te echa un discurso sobre lo que está prohibido y lo que no se permite y se quedará con todo. Empezando por el vigilante, el que recibe un paquete tiene que andar repartiendo a diestro y siniestro.) Y aún después de que te hayan hurgado todo el paquete, la caja no te la entregan. Recógelo todo del mostrador y guárdalo en tu zurrón, o llévatelo en los faldones de la zamarra…, y lárgate ya, que le toca al siguiente. A veces te meten tanta prisa que se te olvida algo ahí encima. Pero ni te molestes en volver a buscarlo, porque ya no estará. (171, 172)

La adjudicación de un número a los presos, medida común en toda política penitenciaria, es otro instrumento para destruir al individuo. Por otro lado, la ropa que llevan los prisioneros no tiene bolsillos, excepto uno, inútil, en la rodilla. Detrás de esta medida de seguridad está el afán por uniformizar a todos. Sin bolsillos no hay posesiones personales que distingan a un individuo de otro. Cuando Shújov se cose un “un bolsillito de tela blanca” para guardar el pan, vemos en este gesto mucho más que un truco práctico. Los valores simbólicos del pan y del color blanco corroboran lo trascendental de este punto.

En resumen, el conflicto entre el individuo y el poder totalitario es recurrente en la literatura universal, puesto que toca un pilar de la condición humana: la justicia y los efectos devastadores de su ausencia. Hemos intentado demostrar que la noción de individuo es inherente a la justicia, y que su eliminación es una herramienta de sometimiento tan efectiva como la represión mediante la violencia. A mi juicio, Un día en la vida de Iván Denísovich conmueve al lector con la sutil elaboración literaria de un material en extremo repugnante, mientras que logra denunciar los métodos de la ideología más asesina del siglo XX (el comunismo a la sazón prestigioso en ciertos círculos occidentales), razones bien cumplidas para justificar la nombradía de la que aún hoy disfruta.


[1] Las citas están extraídas de la edición traducida y prologada por Enrique Fernández Vernet para Tusquets en 2008.

 

Cumandá, de Juan León Mera. Acerca de los personajes y la moral del autor.

Cumandá, del ecuatoriano Juan León Mera, es una novela que pertenece a la llamada literatura indianista, corriente literaria que precede al  indigenismo del siglo XX. El indianismo ensalza la figura del indio americano, pero sin la carga ideológica de los autores indigenistas. Se ocupa en describir una naturaleza exuberante que determina la personalidad de sus habitantes, en pintar al detalle costumbres y ritos,  a menudo truculentos, y en relatar las peripecias bizantinas de los protagonistas. Estas obras suelen presentar personajes modelados de manera convencional con elementos del romanticismo y del costumbrismo.

 

Retrato del autor en su biblioteca (www.ambato.gov.ec)

El objetivo de Mera al escribir Cumandá es de carácter ideológico. Esta novela es una defensa del catolicismo como garantía de orden social y para tal fin necesita que los personajes actúen de acuerdo con esta doctrina y reconozcan su superioridad, sean blancos, indios, cristianos o paganos.

La alabanza de la fe cristiana se aprecia en los tres  personajes principales: Carlos, Cumandá y Fray Domingo de Orozco. Este último es significativo, puesto que su trayectoria vital ejemplifica la supremacía de la devoción cristiana y su capacidad de redención en almas pecadoras o gentiles. Analizaremos brevemente estos personajes, así como la caracterización del indio, personaje colectivo cuyo comportamiento se adapta a la intención de Mera: el indio evangelizado es un sirviente fiel, tranquilo y bondadoso; el indio pagano es un guerrero atrasado, cruel y de instintos bestiales.

Carlos es el joven blanco, amante de la india Cumandá. Su trágica infancia, su sensibilidad exacerbada y su bondad lo convierten en un personaje romántico tradicional.  El capítulo que lo presenta se titula “Un poeta”, procedimiento del autor para convertirlo en heredero de los grandes poetas infortunados (Dante, Tasso, Camoes). Como ellos, está dotado de una sensibilidad superior que le permite acercarse a la perfección a la par que le hace sufrir por las injusticias de este mundo. Esta descripción estereotipada se acentúa con el sentimentalismo desatado, los tópicos sensibleros  y el estilo almibarado que complican sus intervenciones.

Señalemos, además, que el héroe masculino carece de la fuerza y la determinación de Cumandá. Vacila en el momento de fugarse para evitar la boda con Yahuarmaqui, tanto que la joven le reprocha la debilidad de su amor. Es preciso señalar, sin embargo, que Cumandá, en su determinación, está dispuesta a sacrificarse si pierde a su enamorado. La repugnancia cristiana que esta idea provoca en Carlos hace que renuncie al suicidio. Así pues, las dudas de Carlos, que le han valido una comparación con Brian, de La cautiva, pueden ser también consideradas una muestra de carácter prudente y reflexivo que lleva a Cumandá al cristianismo.

Se trata, en resumen, de un personaje que no busca conmover mediante una humanidad desgarrada o unos conflictos íntimos a flor de piel. Como ya hemos mencionado, el autor se sirve Carlos para demostrar cómo tiene que comportarse un católico civilizado en situaciones adversas.

Cumandá, por su parte, es otro estereotipo basado en caracteres literarios establecidos: es la heroína ideal, buena y hermosa. Ejemplo de candor y discreción, basa su vida en la consecución de un amor casto y puro. Su sensibilidad romántica le hace notar la desdicha que se avecina, a la que se enfrenta con más fuerza física y moral que su amante. Como en el caso de Carlos, sus diálogos están cargados de un sentimentalismo presagio de la tragedia.

Su espectacular belleza proviene de unos rasgos propios de la raza blanca, detalle insinuado desde el principio. La intención del autor no parece tanto crear suspense ante la posible identidad del personaje como justificar este rasgo excepcional por su condición de católica.

El padre Domingo es el personaje que muestra con mayor claridad las intenciones ideológicas de Mera. El conflicto entre los indios no evangelizados, los crímenes de los colonos españoles y el efecto bienhechor de los misioneros se articulan en este personaje.

Años antes de dedicarse al sacerdocio, José Domingo de Orozco era un joven padre de familia, encomendero en las colonias. Su comportamiento entonces reprobable ilustra la desaprobación que le merecen al autor los excesos cometidos por los peninsulares. Se trata de una actitud coherente con el afán evangelizador de la Iglesia, pero el  narrador matiza la culpabilidad del personaje. Leemos en la página 104[1]:

Don José Domingo de Orozco, cierto, no era mal hombre; pero, no obstante, hacía cosas de muy malo. […] Arraigada profundamente, en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como a gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos. […] Orozco, el buen Orozco, no estaba libre de la tacha del cruel tirano de los indios.

Continúan otras consideraciones sobre su doble condición de buen ciudadano y padre a la par que demonio heredero de la conquista. Es decir, el personaje de Orozco es negativo por ser español y positivo por ser católico. De esta manera puede el autor condenar la crueldad del encomendero y dejar abierta la esperanza de redención, al diluir la responsabilidad de Orozco en circunstancias históricas y sociales.

Orozco paga su infamia represora con la muerte de su familia, asesinada en una revuelta de los campesinos oprimidos. Destrozado por esta pérdida, encuentra la única justificación para vivir en el sacerdocio como medio para salvar las almas a las que antaño atormentó. Esta actitud está exacerbada en el capítulo XX, cuando Orozco perdona al asesino de su familia y lucha para convertir su alma. Vemos aquí que para Mera no importa la verosimilitud de Orozco como personaje, sino que lo utiliza para ejemplificar su modelo de sociedad: tanto indígenas como blancos y criollos han sufrido, pero el perdón cristiano vence y se impone.

 

Nuestra edición (bib.cervantesvirtual.com)

En resumen, las características psicológicas de los protagonistas no buscan construir personajes individualizados y creíbles, sino justificar las normas religiosas y morales que defiende el autor. Cumandá muere a causa de la brutalidad del indio, así como para evitar el incesto. Por otro lado, su muerte pone a prueba la capacidad de resignación católica de Carlos y del padre Domingo. Así pues, esta desdichada historia de amor pretendía transmitir un mensaje de sustancia moral: todo comportamiento que repugne a la sana costumbre cristiana será fuente de infelicidad.


[1] Nos referimos a la edición de Trinidad Barrera para Ediciones Alfar, Sevilla, 1989.

Kurtz, o la decisión moral suprema: acerca de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad

Józef Teodor Conrad Korzeniowski nació el tres de diciembre de 1857 en Berdyczów, ciudad de la lata llanura ucraniana que separa Polonia de Rusia. Adolescente viajero por exilio y vocación, fue marinero perito además de escritor influyente en inglés, su tercera lengua tras el polaco y el francés. Entre los autores que han reconocido el magisterio de Conrad están nada menos que T.S. Eliot, Graham Greene, Virginia Woolf, Thomas Mann, André Gide, Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald y William Faulkner.

Joseph Conrad (www.britannica.com)

El corazón de las tinieblas es, probablemente, su obra más celebrada. Se trata de una novela breve mas densa en la que Marlow relata a la tripulación de la Nellie su viaje al Congo, bajo contrato con una compañía belga dedicada a la extracción de marfil.

Esta novela ha suscitado lecturas de índole diversa: crítica de la colonización europea en África, retrato humillante de unos seres explotados y de una tierra expoliada y desconocida para los blancos, crónica del choque entre el orden civilizado occidental y la vorágine cruda de la selva africana, viaje interior en busca de la esencia oculta y aterradora del ser humano.

“El tema principal de El corazón de las tinieblas es el conocimiento verdadero del individuo, que exige una posición moral genesíaca, absoluta en su elevación y poder.”

De todas estas interpretaciones, creo que la más enriquecedora es la última. La primera fue innovadora en su tiempo, ya que Conrad se significó por lo valiente y comprometido de sus opiniones. De hecho, se considera que El corazón de las tinieblas es el texto fundacional de la literatura colonialista. En cuanto a la segunda, se trata de un asunto polémico, estudiado en profundidad por Chinua Achebe en su ensayo An image of Africa: Racism in Conrad’s “Heart of Darkness”, amén de estéril: en primer lugar, cabe discutir quién es racista, si Conrad o su personaje Marlow; además, no aprenderíamos nada de la novela si nos limitáramos a constatar que su autor es una mala persona. A pesar de su complejidad y valor histórico, para el lector actual ambas interpretaciones se detienen en lo superficial y aportan poco a quien carece de culpabilidad por los errores que otros cometieron.

La tercera lectura, el conflicto entre civilización y barbarie, nos conduce a reflexiones más fructuosas. Se trata de un tema de prolijo cultivo en la crítica literaria[1] que, a pesar de su relevancia en esta novela, es en verdad un soporte para mensajes de mayor enjundia. Así pues, intentaré mostrar en este artículo el que, a mi juicio, es el tema principal de El corazón de las tinieblas: el conocimiento verdadero del individuo, que exige una posición moral genesíaca, absoluta en su elevación y poder. El verdadero viaje interior que se realiza en la historia no es el de Marlow, por supuesto, sino el de Kurtz. Este es el personaje central de la novela, puesto que, al contrario que el narrador, él logra elevarse hacia la supremacía moral sin el lastre de las leyes o las costumbres occidentales. Es menester admitir que se trata de una supremacía moral pseudodivina. Kurtz se convierte en un dios pequeño para los habitantes de la región, pero lo esencial es que su juicio sobre el bien y el mal está limpio de influencias sociales.

Por esta razón, es fundamental no situar a los dos protagonistas en el mismo plano. De acuerdo con la lectura centrada en la oposición civilización / barbarie, Marlow y Kurtz representan al hombre europeo, con valores y educación occidentales. Ambos se han enfrentado a la fuerza salvaje de la jungla africana con resultado diverso: Marlow no se deja vencer por su oscuridad horripilante a la par que seductora, mientras que Kurtz sí ha sido arrastrado por el vendaval de oscura irracionalidad y por el instinto absolutamente libre de mordazas sociales. Esta vorágine lleva al misterioso personaje a cometer actos de repugnancia inefable, sugeridos por su pavoroso grito: “¡El horror!”.

“Kurtz no ha sido empujado a cometer actos inefables, sino que ha decidido cometerlos.”

Creo que esta interpretación es insuficiente, ya que presenta a dos personajes pasivos, cuyo bagaje moral se ve desestabilizado con resultados diferentes. En realidad, Kurtz no es una víctima pasiva de la bestial atracción africana, sino que supera estas fuerzas y se encarama a una posición de dominio absoluto que le permite elegir entre el bien y el mal. Téngase en cuenta que, para los nativos, Kurtz es un dios. Incluso los peregrinos expresan una adoración sospechosa por esta figura. El propio Marlow afirma lo siguiente, cuando cree que nunca llegará a ver a Kurtz:

En cierto modo no habría podido sentir mayor soledad y desolación si me hubieran despojado de una creencia o no hubiera alcanzado mi destino en la vida. (Página 127)[2]

Sin embargo, es preciso notar que Marlow no siente por Kurtz la adoración obnubilada de los demás, sean europeos o africanos, sino que penetra en su alma y aprecia lo que tiene de admirable. Léase lo que afirma el narrador a propósito del estrafalario ruso que ha vivido junto al agente en la estación:

Pero no le envidiaba su devoción hacia Kurtz. No había meditado sobre ella. Le había sobrevenido y él la había aceptado con una especie de vehemente fatalismo. (Página 146)

El carácter divino de Kurtz se aprecia en otros pasajes. Por ejemplo:

Le deberíais haber oído decir: “Mi marfil.” Oh, sí, yo le oí: “Mi prometida, mi marfil, mi estación, mi río, mi…”, todo le pertenecía. (Página 130)

Pero esto debió de hacerlo antes de que sus nervios, digamos, le fallaran y le llevaran a presidir ciertas danzas nocturnas que terminaban en indescriptibles ritos, que, según pude colegir de mala gana en ciertas ocasiones, se le ofrecían a él, ¿entendéis?, al propio señor Kurtz. (Página 132)

Kurtz hizo que la tribu le siguiera, ¿verdad?, sugerí. Se puso un poco nervioso. “Le adoraban”, dijo. (página 148)

Aseguró que me dispararía a menos que le diera el marfil y desapareciera después del país, porque él podía hacer eso, se le había antojado y no había nada sobre la tierra capaz de impedirle matar a quien le viniera en gana. Y además era verdad. Le di el marfil. ¡Qué me importaba! (página 149)

No tenía miedo de los indígenas; ellos no se moverían hasta que el señor Kurtz no diera la orden. Su influencia era extraordinaria.  Los campamentos de aquella gente rodeaban el lugar, y los jefes venían a verle a diario. Se arrastraban… (página 153)

Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree. […] descubrí con humillación que probablemente no tendría nada que decir. Ésta es la razón por la que afirmo que Kurtz era un hombre fuera de lo normal. Él tenía algo que decir. (página 181)

Esta impresión que el lector recoge pausadamente en la lectura está corroborada por la descripción que se nos hace del director:

Mi primera entrevista con el director fue curiosa. […] Su aspecto, sus rasgos, sus modales y su voz eran vulgares. Era de mediana estatura y de constitución corriente. Sus ojos, de un azul corriente, eran notablemente fríos […] era un vulgar comerciante, empleado en esta región desde su juventud; nada más. Se le obedecía, aunque no inspiraba ni afecto, ni fervor, ni siquiera respeto. […] no tenía talento para organizar, para la iniciativa, ni siquiera para el orden […] No creaba nada: podía mantener la rutina, pero nada más. (Páginas 65 y 66)

Un comentario sucinto de este pasaje revela un vocabulario cuidadosamente elegido: “vulgares”, “mediana”, “corriente”, “no inspiraba respeto”, “no tenía talento”. Sin embargo, el más señalado es “creaba”. El significado original de este verbo es “hacer de la nada”, algo que sólo puede hacer Dios, esto es, Kurtz.

En el momento de conocer al agente, Marlow es consciente de que, al “traspasar el borde”, Kurtz se ha aupado a una situación incomprensible para la mentalidad occidental, asentada en la ley, en la autoridad, en unas estructuras sociales sólidas y previsibles. Así se defiende el marinero ante su audiencia en el Támesis:

Él se había colocado, literalmente, en un alto sitial entre los demonios de la tierra. No lo podéis entender, ¿cómo podríais entenderlo vosotros, que tenéis los pies sobre el sólido pavimento, que estáis rodeados de amables vecinos dispuestos siempre a prestaros ayuda o a caer sobre vosotros, que camináis delicadamente entre el carnicero y el policía, bajo el sagrado terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo podréis vosotros imaginaros a qué precisa región de los primeros tiempos pueden conducir a un hombre sus pies sin trabas, impulsados por la soledad (soledad absoluta, sin un solo policía), por el silencio (silencio absoluto, donde no se oye la voz consejera de amables vecinos susurrando acerca de la opinión pública)? Estas pequeñas cosas son las decisivas. (páginas 130 y 131)

Este es un punto constitutivo de la novela, puesto que, a mi juicio, Kurtz no debe ser juzgado moralmente por las atrocidades que la ceguera de sus instintos le ha impulsado a cometer, sino por la decisión moral que ha tomado conscientemente. Como hemos dicho, Marlow se mantiene firme en lo moral durante sus tribulaciones congoleñas, pero esto no se debe sólo a su fortaleza, sino a que no llega a estar en la posición de Kurtz:

Él había dado aquel último paso, había traspasado el borde, mientras a mí se me había permitido retirar mi vacilante pie. Y tal vez en eso resida toda la diferencia. (páginas 181 y 182).

Esta es, en efecto, la gran diferencia entre los dos personajes: Marlow es espectador de la sordidez repugnante de Kurtz mientras que el agente tiene el poder de decidir. En otras palabras, Kurtz no ha sido empujado a cometer actos inefables, sino que ha decidido cometerlos. La grandeza  del personaje está en ese poder absoluto que él, como hombre libre de juicio y castigo, puede ejercer con su instinto como único criterio. Kurtz elige el mal, pero lo importante es que ha sido completamente libre para elegir, y podría haber elegido hacer el bien.

Gracias a la libertad que le proporciona su posición moral, Kurtz observa el alma humana abierta, extendida, transparente. Sólo el sabe qué piensa y cómo se comporta un hombre puro, completo, limpio de las impurezas del mundo. En otras palabras, ha logrado conocer el alma humana. Y lo que ve es desolador:

Pero su alma estaba loca. Al encontrarse sola en la selva había mirado dentro de sí misma y, ¡santo cielo!, os lo aseguro, se había vuelto loca. Yo mismo tuve que pasar, supongo que a causa de mis pecados, por la dura prueba de mirar en su interior. (Página 172)

Esta cita, por otro lado, corrobora lo afirmado más arriba sobre el carácter de actor y testigo de Kurtz y Marlow, respectivamente.

No me volví a acercar al hombre extraordinario que había emitido juicio sobre las aventuras de su alma en esta tierra. (Página 180)

Me encontré de regreso en la ciudad sepulcral donde me molestaba la vista de la gente apresurándose por las calles para sacarse un poco de dinero unos a otros, para devorar sus infames alimentos, para tragar su insalubre cerveza, para soñar sus insignificantes y estúpidos sueños. Se entrometían en mis pensamientos. Eran intrusos cuyo conocimiento de la vida era para mí una irritante pretensión. (Páginas 182 y 183)

Le aseguré que los conocimientos del señor Kurtz, si bien eran extensos no versaban sobre los problemas del comercio o de la administración. (Página 184)

Este punto de vista puede, tal vez, explicar uno de los pasajes más sobrecogedores de la novela:

¿Estaba acaso viviendo de nuevo su vida en cada detalle de deseo, tentación y renuncia durante aquel momento supremo de total conocimiento? Gritó en susurros a alguna imagen, a alguna visión; gritó dos veces, un grito no más fuerte que una exhalación: “¡El horror! ¡El horror!”. (Página 179)

Esta circunstancia, en mi opinión, explica el pesimismo que impregna la obra. Cuando dice “¡El horror!”, Kurtz se está viendo a sí mismo, no al mal que ha causado en su vesania. Por tanto, Conrad nos describe una condición humana tenebrosa e irreparable cuyo origen no está en el arcano de la selva y en su influencia destructora de almas civilizadas. Lo que el autor nos dice es que la génesis del mal está en el ser humano. Desde su atalaya moral, Kurtz no es ni un hombre blanco occidental culto ni un salvaje embrutecido. Como ya se ha dicho, es un ser humano con un poder moral absoluto. Esto quiere decir que no hay factores a los que responsabilizar del mal, sólo existe el hombre, el responsable único, el verdadero origen del horror[3].

“Kurtz optó por la degradación, pero estuvo en situación de ejercer el bien. Por eso hay que mantener su memoria, porque es necesario que las personas se sitúen simbólicamente en su posición para elegir la opción correcta.”

En este momento debemos preguntarnos por qué Marlow decide defender, incluso con la mentira, a una persona como Kurtz. Esta actuación no se justifica por la misma adulación de nativos o europeos. Como ya hemos afirmado, Marlow no se siente atraído pasivamente por el aura de Kurtz, sino que reconoce lo inaudito de la situación a la que el agente ha logrado llegar. Kurtz ha alcanzado el poder moral absoluto, ha sido más individuo que nadie, aunque su elección no sea la correcta, ha llegado a un “momento supremo de total conocimiento” (página 179). De ahí que Marlow lo considere un ser de excepción y que mienta para defender su memoria.

Fue una afirmación, una victoria moral, lograda a costa de innumerables derrotas, de terrores abominables, de satisfacciones abominables. ¡Pero era una victoria! Por eso es por lo que he permanecido fiel a Kurtz hasta el final […] (página 182).

Esta actitud explica la profunda soledad de Marlow cuando, de vuelta en Europa, se entrevista con una serie de personas que afirman conocer a Kurtz, pero que ignoran todo sobre su verdadera personalidad:

(Kurtz) habría sido un espléndido líder de un partido extremista”.”¿De qué partido?”, pregunté. “De cualquier partido”, respondió el otro. “Era un… un extremista”. (página 186).

Ni siquiera su mujer, a pesar de su seguridad, sabe quién era su marido o por qué se trataba de un ser excepcional. Marlow decide mentir para mantenerla en una ignorancia bienhechora.

Estas páginas finales suavizan lo sombrío del relato con una débil esperanza en la bondad del ser humano. En mi opinión, El corazón de las tinieblas nos enseña que sólo siendo conscientes de la importancia del individuo como actor fundamental de las decisiones morales puede el ser humano convertirse en generador del bien. Kurtz optó por la degradación, pero estuvo en situación de ejercer el bien. Por eso hay que mantener su memoria, porque es necesario que las personas se sitúen simbólicamente en su posición para elegir la opción correcta.

El río Congo (www.historyfiles.co.uk)

En resumen, hemos intentado subrayar una lectura entre varias que ofrece esta fabulosa novela. En sus páginas se entretejen temas de notable complejidad: la denuncia de la miseria colonialista europea, la frágil línea entre el bien y el mal, la atracción del hombre por la corrupcción del espíritu… La experiencia vital de Joseph Conrad, endurecida en la tierra y en el mar por la enfermedad, la soledad, el exilio, aflora en El corazón de las tinieblas y le permite conocer las dobleces íntimas del alma humana, en cuyo retrato lóbrego, descarnado, vislumbramos la levedad de una esperanza atenuada.


[1] También hay análisis más de andar por casa.

[2] Todas las citas provienen de la edición traducida y prologada por Araceli García Ríos para Alianza Editorial en 2008.

[3] Los efectos devastadores del conocimiento también afectan a Marlow. De vuelta en Europa, se convierte en una suerte de “loco cuerdo”, tambaleándome por las calles […]  haciendo muecas amargas a personas perfectamente respetables. (Página 183)

Los túneles del paraíso, de Luciano G. Egido. Comentario breve del párrafo final.

Nos empeñamos hoy en el comentario sucinto, apenas unas notas, de una novela española contemporánea: Los túneles del paraíso, de Luciano G. Egido. Se trata de una obra meritoria, de estilo peculiar y poderoso mensaje. Por otro lado, nos gustaría reparar el error cometido en el número 761 de la revista Ínsula. En la página dos, Pozuelo Yvancos menciona esta obra en su repaso a lo mejor de la narrativa en español de 2009, mas se equivoca en el título: no es el tren, sino los túneles.

 

Las hierbas fueron creciendo en el silencio de los andenes y en el correr de los días. Entre las piedras del balasto seguían floreciendo cada primavera como prados verdes de margaritas, cardos, magarza, malvavisco, surgidos como un milagro entre el encintado de granito que señalizaba los dominios del ferrocarril. Las ratas se envalentonaron en un mundo sin ruidos ni amenazas y se enseñorearon de los conjuntos mobiliarios de la Compañía del Ferrocarril, campando por sus respetos, pero finalmente hasta ellas desaparecieron del mapa. Unas  plantaciones  de moreras, esquilmadas para la atención de los gusanos de seda de los caprichos infantiles de la comarca, fueron pereciendo en una prolongada resistencia biológica de hojas  secas, troncos humillados y raíces desventradas, con una incivil inquina devastadora, que las persiguió hasta su total extinción. Las vías perdieron sus brillos primitivos, sus perfiles del futuro. Las maderas de las traviesas se pudrieron al sol y a la lluvia, se resquebrajaron como fósiles y adquirieron la aspereza de huesos primitivos al aire de la meseta, calcinados e impúdicos, retorcidos como sarmientos, salidos de un cementerio lunar. Los muertos pudieron pasearse, para estirar las piernas, por aquel camino sin destino, por aquellas vías sin utilidad, atados al paisaje donde fueron felices alguna vez y desgraciados casi siempre.

 

Estación de La Fregeneda (www.vanecarbonell.blogspot.com)

 

 

El autor (www2.uca.es)

 

Egido nació en Salamanca en 1928. Fue profesor de filosofía, ensayista y cineasta antes de dedicarse a la literatura. No es un autor muy popular, a pesar de que sus seis obras de ficción (cinco novelas y una colección de relatos) le han procurado varios premios. Por ejemplo, el Premio Castilla y León de las Letras 2004, el Premio Miguel Delibes 1993, el Premio Nacional de la Crítica 1995 y el Premio de la Crítica de Castilla y León 2003.

En Los túneles del paraíso (2009) el autor parte de una anéctoda  real, la construcción de un ramal de ferrocarril entre Salamanca y la raya con Portugal en los años ochenta del siglo XIX. Como afirma un estudio del año 2006, que menciona el autor en la página 375, “sin duda alguna, el ferrocarril internacional construido para lograr una conexión directa de Oporto con España, en su tramo español, de ascenso desde el río Duero hacia la meseta, se puede contar entre los más impresionantes ejemplos de la ingeniería ferroviaria a escala mundial”. A través de sus cuarenta y nueve capítulos fechados, varios narradores nos relatan el sacrificado desarrollo de la obra: un trabajador, un ingeniero desplazado desde Madrid y un narrador omnisciente que adopta el punto de vista de personajes como don Eliseo, el juez, Miss Flowers, la ramera desamparada cuya historia es la de todos los carrilanos, que también vendieron su cuerpo a diario durante cinco años y también se quedaron sin nada, o el hombre apuñalado en una verbena por una muchacha bonita.

Los túneles del paraíso tiene varias virtudes. Para empezar, asombra la capacidad del autor para dotar de humanidad a la muchedumbre de infelices que fueron a parar a ese hermoso mas poco acogedor rincón de España. Cada uno aparece con su nombre, su pasado, sus sueños, y ocupan las páginas más conmovedoras de la novela, a  nuestro juicio.

Por otro lado, el autor cincela a rajatabla un estilo peculiar, de adjetivación copiosa y poderosas imágenes. No es un estilo fácil, sin embargo. La admiración por el caudal literario de la prosa no puede evitar cierta fatiga ocasional en la lectura.

Por último, es de agradecer que el autor nos ahorre discursos moralizadores sobre el cruel dios mercado y el sacrosanto beneficio que esclaviza seres humanos y los abandona en la cuneta cuando ya no los necesita. Los túneles del paraíso es, sin duda, la historia de una injusticia, de unas vidas entregadas por un progreso que nunca llegó, de un sacrificio olvidado. Sin embargo, Egido no actúa como un juez que absuelve o condena y nos dice qué tenemos que pensar. El lector tiene libertad para disfrutar, conmoverse y llevar sus reflexiones a lo político, si lo desea.

El párrafo que nos ocupa cierra el epílogo de la novela, en las páginas 384 y 385. Es un final vigoroso, puesto que concentra en pocas líneas el tema principal de la obra: lo inútil del sacrificio humano, la desolación como resultado único de un esfuerzo grandioso, el olvido en el que injustamente han caído miles de hombres heroicos que lucharon por mejorar su vida, pero también la de todos nosotros.

 

Puente y túnel en La Fregeneda (www.sargacal.com)

Como veremos más adelante, el autor establece aquí un paralelismo entre la decadencia de la construcción y la descomposición de un cadáver. La estructura interna del párrafo corrobora esta afirmación:

1ª parte (líneas 1 a 11): en estas líneas el autor describe el marasmo en el que se ha ido sumiendo poco a poco el apeadero. El punto de vista cinematográfico y el lenguaje sugerente nos muestran con viveza la corrupción del cuerpo muerto.

2ª parte (líneas 11 a 13): evoca el alma de ese cuerpo, de esa vida pretérita, en las ánimas de los que perecieron construyendo todo lo que hoy yace olvidado. Mediante este contraste, el autor aviva la devastación que embarga a sus lectores.

A continuación, haremos un comentario escueto de algunos recursos morfosintácticos que el autor utiliza para transmitir su mensaje. En primer lugar, destaca el paralelismo sintáctico del fragmento. El esquema sujeto – verbo en indefinido – complementos (con la excepción “seguían floreciendo”) y la escasez de subordinadas obligan una lectura pausada. Se obtiene, de este modo, un tono melancólico acorde con el tema principal. Por otro lado, las elecciones morfológicas del autor también logran subrayar el proceso de putrefacción mencionado más arriba. Así funcionan las perífrasis de duración ir + gerundio (líneas 1 y 7) y seguir + gerundio (línea 2). Nótense también los verbos de cambio de estado como desaparecer, perecer, perder, pudrirse, resquebrajarse, adquirir (la aspereza); el adverbio finalmente; los adjetivos humillados, desventradas, devastadora, retorcidos; los sustantivos extinción, fósiles, huesos, cementerio, muertos. La cohesión léxica es clara y apunta a lo dicho sobre el tema principal.

Esta unidad lingüística se podría contestar con la aparición del siguiente vocabulario en las primeras líneas: crecer, florecer, primavera, prados verdes, milagro. La vida que aquí se transmite contradice, a primera vista, la idea de muerte que anima el fragmento. Es menester, sin embargo, relacionarlo con el cementerio de la línea 11: la hierba entre el balasto es la misma que brota de las tumbas, es vida que nace de la muerte y se nutre de la carne abandonada. La imagen apeadero=cementerio se desarrolla, por tanto, de manera coherente.

Para terminar, destaquemos la efectividad de la brevísima segunda parte. Sólo una oración, que resume el fruto de casi cuatrocientas páginas de esfuerzo y padecimiento: camino sin destino, vías sin utilidad, felices alguna vez, desgraciados casi siempre.

En conclusión, Los túneles del paraíso es una novela entonada, de sólida documentación histórica y estilo trabajado. No se trata, creemos, de una novela histórica que pueda satisfacer al lector que busque la reconstrucción detallada de hechos o usos. Antes bien, Luciano G. Egido utiliza un copioso caudal de información para construir una base sólida y creíble en la que desnudar las almas de la pobre gente que por allí paró. Más que por lo histórico o por el estilo opinable del autor, esta novela deja su marca en El violento matiz de la amapola por su amargo retrato de unos hombres como nosotros, que vivieron y murieron en nuestra tierra, unos hombres cuyo inútil sacrificio podría ser el nuestro. Aun sin el dolor y el sufrimiento de los carrilanos, ¿acaso a nuestra vida estéril no le espera el mismo olvido que a ese ferrocarril enterrado bajo la maleza, en aquel paraíso mancillado al norte de Salamanca?

 

Túnel del ramal, hacia Fregeneda (www.aviscosidades.blogspot.com)

 

Comentario de texto: párrafo inicial de «El coronel no tienen quien le escriba», de García Márquez

En este ejercicio vamos a analizar un fragmento en prosa breve, a la par que colmado de matices reveladores. Se trata del párrafo que abre la novela El coronel no tienen quien le escriba, publicada por García Márquez en 1958. Es uno de los primeros títulos de su autor y uno de los que más han contribuido a fortalecer la fama y el prestigio mundiales de los que goza aún hoy. Méritos no le faltan: su cuidada técnica narrativa, no valorada por la crítica en su momento, sus referencias a la situación de Colombia y, sobre todo, la superación de ese marco local para tratar temas literarios universales como la soledad, la dignidad y la rebeldía.

El coronel abrió el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.

Ed. de Espasa Calpe, 1986.

La intención primera de este párrafo es hacer consciente al lector de la miseria en la que vive el protagonista, amén de algunos otros rasgos de su personalidad como la paciencia y la meticulosidad. La pobreza, tema principal en este fragmento, es una circunstancia fundamental en la novela, puesto que funciona como un catalizador que hace aflorar la verdadera naturaleza de los protagonistas. El coronel y don Sabas, que fue pobre, reaccionan de manera muy diferente ante la pobreza: el coronel mantiene su dignidad, algo que nunca hizo don Sabas. La violencia política y la represión son otros de estas circunstancias que nos permiten saber qué vale moralmente cada personaje.

Llama la atención que la novela se abra directamente con una referencia al personaje principal, del que nunca sabemos su nombre. Esta elección obedece, bajo mi punto de vista, a criterios de orden simbólico. Por un lado, se consigue universalizar al personaje, despojándolo de un nombre propio; la jerarquía militar, por otro, le caracteriza como un luchador; no olvidemos, por último, que la gente del pueblo sigue llamándole «coronel», a pesar de que lleva varios años retirado y de que no hay ninguna guerra desde hace 56 años. Este carácter resistente y batallador se confirmará con la lectura de la novela. Es posible apreciar, no obstante, algunas pinceladas de su personalidad sosegada y concienzuda en este fragmento.

Cuando abre el tarro de café, leemos que «no había más de una cucharadita» (línea 2). A primera vista, no hay indicios que nos permitan deducir si se trata de un descuido o de un efecto de una situación económica apretada. Veamos cómo una lectura atenta permite favorecer la segunda opción.

Para empezar, las acciones narradas se suceden en orden (destapó, comprobó, retiró, vertió, raspó); todas las oraciones, excepto la última, son breves por igual y sintácticamente paralelas (verbo transitivo en un esquema simple, S + V + Comp). Este estilo sencillo y repetitivo busca revelar el carácter meticuloso del personaje, en el que no encaja un despiste en el aprovisionamiento periódico del hogar. Del mismo modo, el agua que se vierte no indica torpeza, puesto que no es coherente con el resto del fragmento. Podemos aventurar una edad bien cumplida y el vigor magro que la acompaña como explicación del accidente leve.

Esta agua derramada nos permite analizar la segunda explicación en esta caracterización indirecta del personaje a través de sus acciones. El líquido cae sobre «el piso de tierra» (línea 4), indicio de que la casa en la que vive el coronel es modesta. Testimonio ultimo de la humildad en la que vive el coronel es la última oración (líneas 4 a 8). El rigor y el temple con los que se gobierna este hombre («raspó […] hasta cuando se desprendieron») sólo le permiten tomar «las últimas raspaduras» (¿lleva acaso bebiendo y viviendo de eso toda su vida?) no de café, sino de un polvo mezclado con óxido de lata.

En mi opinión, esta lectura es adecuada puesto que aporta un sentido coherente y unitario a todas las oraciones del párrafo. Como vemos, todas las palabras contribuyen a comunicar el tema principal expresado en este ejercicio: presentar al coronel como un hombre pobre, flemático y cuidadoso.

Me gustaría añadir a este comentario algunas reflexiones sobre la técnica descriptiva de este pasaje. Como queda de manifiesto tras una lectura cuidadosa, lo importante de este párrafo no son las acciones, sino lo que éstas nos dicen de los personajes. El argumento podría haber sido otro (poner orden en la casa o reparar un objeto, por ejemplo) pero lo que al final entiende el lector que es clave (el tema) hubiera sido lo mismo: la pobreza, aunque esta palabra no aparezca en el texto. Esta manera de leer es fundamental en El coronel…, ya que es el significado oculto tras las acciones el que nos mostrará elementos clave de la obra como al violencia en el pueblo, la dignidad, la personalidad de don Sabas y otros. En más, sin esto la novela se convertiría, como algunos lectores poco diestros la describen, en una serie de acontecimientos banales sin sentido ni valía literaria.

Sobre el título y el tema central de 1984, de George Orwell.

A pesar de su éxito, 1984 es un título malo que no ha hecho ningún favor a la famosa novela de George Orwell. Al contrario, ha desviado la atención de muchos lectores hacia aspectos irrelevantes, como el afán profético del autor. Tal intención no existió nunca y, por tanto, no tiene sentido acusar a Orwell de haberse equivocado (menos de lo que parece, por cierto). 1984 no es una profecía sino una distopía1. No pretende decirnos cómo va a ser la sociedad del futuro, sino cómo podría ser si se mantienen las tendencias dictatoriales que el autor había reconocido en su época. Por esta razón, la lectura de 1984 no debe llevarnos a comprobar si ahora tenemos telepantallas o si el estado ha conseguido imponer una neolengua o no. Lo importante es identificar el afán gubernamental por limitar la libertad de los ciudadanos o la necedad con la que aceptamos expresiones estúpidas porque son «políticamente correctas» y se nos imponen desde arriba. Estas propensiones, llevadas al límite, desembocarían en lo que el libro describe, pero eso carece de importancia. Lo que en realidad nos dice 1984 es que si los gobiernos se comportan así, los ciudadanos ya están perdiendo en el presente su libertad y su dignidad.

Por otro lado, en ningun momento se afirma que la acción transcurre efectivamente en 1984. En la página 712 leemos:

En una letra pequeña e inhábil escribió:

4 de abril de 1984.

Se echó hacia atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía con certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego, la fecha había de ser aquella muy aproximadamente, puesto que él había nacido en 1944 o 1945, según creía; pero «¡cualquiera va a saber hoy en qué año vive!», se decía Winston.

La imprecisión temporal que se aprecia en este fragmento es capital en la distopía orwelliana. Ignorar el momento histórico en que vive hace al hombre débil y sumiso ante el estado, que lo sabe todo. La ignorancia es la fuerza, el régimen necesita que sus súbditos se crean sin protestar todas las informaciones que reciben por los altavoces. La repetición de esta máxima hace comprender a los individuos que si quieren tener la fuerza para vencer al enemigo han de apoyar al gobierno y creer todo lo que dice como si fuera la verdad absoluta. Encontramos aquí, por otro lado, el fundamento del doublethink: el «buen ciudadano» es capaz de ignorar algo y estar convencido al mismo tiempo de que lo sabe, puesto que lo dice el gobierno, sin que esta contradicción le cause ningún reparo. Si Winston fuera uno más del inmenso rebaño que es el Londres de la novela, la fecha no le dejaría perplejo. Pero en él no opera el doublethink, puesto que duda, como tal vez lo hagan muchas otras personas, pero no lo esconde con una convicción prestada. Por tanto, fijar la fecha, como muchos lectores han hecho debido al título, elimina parte del significado central de la novela.

Por otro lado, el título definitivo se impuso por una serie de coincidencias y por presiones del editor. El que Orwell tenía en mente (como afirma en una carta a su editor de octubre de 1948 ) es mucho más pertinente y vigoroso: The last man in Europe. Es preciso entender aquí «hombre» como «hombre libre». Para Orwell, sólo aquel que goza de libertad, que no se pliega de manera humillante al partido único, alcanza la categoría de «Hombre». Winston es un hombre pleno, un ciudadano, cuando se encuentra solo en la habitación alquilada a Charrington, cuando ama a Julia, cuando bebe café de verdad, cuando recuerda la foto que probaba la manipulación del régimen en la «vaporización» de tres dirigentes del partido… Es decir, cuando realiza actos prohibidos, que le van a acarrear la muerte, mas que le hacen sentir libre. Es esta libertad la que le permite ser un Hombre.

Veamos, como muestra de la deshumanización del ciudadano oprimido, la escena de la pareja que habla en la cantina (primera parte, capítulo quinto). El hombre

«hablaba rápidamente y sin cesar, una cháchara que recordaba el cua-cua del pato» (página 115)

Poco después, el protagonista le mira:

«[…] los cristales de sus gafas reflejaban la luz y le presentaban a Winston dos discos vacíos en lugar de ojos» (página 118 )

«Al contemplar el rostro sin ojos con la mandíbula en rápido movimiento, tuvo Winston la curiosa sensación de que no era un ser humano, sino una especie de muñeco» (página 119 )

Está hablando de un dirigente del partido entregado por completo a la ortodoxia. Se trata de alguien sin criterio propio, sin libertad. No es, por tanto, un hombre. Este ejemplo demuestra cómo el título propuesto por Orwell en aquella carta se ajusta mejor al mensaje de la novela que el aséptico 1984.

Algunas páginas más adelante Winston reflexiona sobre la credulidad desoladora de Parsons a propósito del racionamiento del chocolate:

«Parsons lo digería con toda facilidad (el cambio en la información, no el chocolate), con la estupidez de un animal» (página 123).

Su mujer también aparece cosificada:

«Abrazarla era como abrazar una imagen con juntas de madera» (página 131).

En la página 227 leemos una afirmación de Winston más que esclarecedora:

«Los proles son seres humanos – dijo en voz alta – . Nosotros, en cambio, no somos humanos».

Y en la página siguiente:

«No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aunque esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado» (página 228).

Está claro, pues, que The last man in Europe es un título mucho más rico y contundente que 1984 porque toca el mensaje central de la novela: la libertad como esencia del ser humano y el peligro que supone entregar esta libertad a gobiernos protectores a la par que autoritarios. En mi opinión, la actualidad de esta denuncia sigue vigente y demuestra que Orwell apuntó en la dirección correcta. Aunque haya desaparecido el régimen soviético que inspiró al escritor, 1984 es una denuncia de cualquier régimen dictatorial3 y de gobiernos democráticos que, sin aplastar incesantemente la cara de los ciudadanos con sus botas, los consideran peleles irresponsables a los que hay que educar: levantarles el dedo cuando fuman o no hacen deporte, reprenderles por no ser suficientemente solidarios, obligarles a llorar sinceramente cuando ven niños hambrientos, imponerles leyes de igualdad insultantes para las mujeres, aunque algunas se crean que son justas y necesarias, cobrarles impuestos para que no haya desigualdades feas, mirarles mal cuando no gritan lo suficiente en los Dos Minutos de Odio contra Bush, el imperialismo y el liberalismo salvaje…

En conclusión, la libertad de pensamiento aporta a la novela un significado coherente. Winston sabe que va a morir, pero prefiere ser libre un instante a vivir toda una vida como un esclavo. Tras las torturas de O’Brien, se transforma en un sujeto pasivo como los demás, un seguidor convencido del régimen que ama con sinceridad a su padre protector, el Gran Hermano. Sin embargo, durante sus días con Julia, Winston Smith fue libre, humano, un hombre: el último hombre en Europa.

1 La utopía presenta un futuro ideal, de individuos libres y felices; la distopía, en cambio, anticipa un mundo opresivo y lóbrego, bajo el control de un gobierno dictatorial, en el que los ciudadanos han perdido su libertad y su capacidad de oposición.

2 Nos referimos a la traducción de Rafael Vázquez Zamora para Austral (2007).

3 Abundan los estudiosos que han exprimido cada hoja de la novela para encontrar críticas válidas tanto para el socialismo como para el nazismo, el fascismo e incluso el capitalismo, como si tuviera algo que ver con los demás. Existen argumentos, por supuesto, pero tampoco hay que olvidar que INGSOC significa «socialismo inglés», no «nazismo inglés», ni «fascismo inglés».